Por Emerson Grajales Usma*
Terminaba otro atardecer a mediados de junio de 2003,
cuando ingresaba a mi residencia en la ciudad de Pereira, y luego de cerrar la
puerta principal, el teléfono fijo repicaba. Levanté la bocina y una voz
masculina me hablo solo para decirme: “Te vamos hacer tragar esas columnas gran
hijueputa” de inmediato colgó.
Yo tenía una columna en el diario local La Tarde y otra
en El Tiempo/café. Escribía sobre diferentes temas de interés regional y
nacional. Por aquellas calendas, el grupo terrorista de las Farc, delinquía en
limítrofes de Risaralda y Chocó. También, al occidente de Risaralda existía una
débil columna del EPL.
Siempre mis escritos en los últimos días, iban dirigidos
a que no se permitieran diálogos regionales con los grupos criminales, como lo
había planteado el entonces presidente Andrés Pastrana y cuya propuesta se la
“heredó” al gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
En agosto del mismo año (2003), me encontraba en Bogotá
cumpliendo temas propios de mi actividad pública, cuando me llegó al mismo
domicilio en Risaralda, una segunda amenaza, esta vez fue por escrito y la
receptora fue mi Madre. Un sufragio donde se invitaba a mis honras fúnebres.
Como vi que luego de la primera amenaza telefónica no había pasado a mayores, a
esta segunda opté por mostrarme
igualmente indiferente.
Ya había pasado más de un mes de la segunda amenaza,
cuando me encontraba celebrando el día del amor y la amistad el 20 de
septiembre de ese año, con unos amigos en un reconocido sitio nocturno de
Pereira, ubicado en un céntrico sector y a pocas cuadras de mi residencia donde
se hallaban mi Madre y mi hermano Javier el mayor de la familia, quien había
llegado de Bogotá, su lugar de permanencia para compartir la celebración al
lado de nuestra progenitora.
A las 2.24 a.m de ese 21 de septiembre; el silencio
prologando propio de la noche, se vio irrumpido por la fuerte detonación de una
bomba que tuvo como blanco mortal, mi casa.
Quienes consumaron el ataque, tenían pleno conocimiento,
donde estaba ubicada mi habitación; la que siempre acostumbraba compartir con
mi hermosa matrona. Precisamente en mi lecho, se encontraba aquella fatídica
noche descansando mi hermano Javier, con tan mala suerte, que sufrió
directamente el impacto de las esquirlas, lo que le costó la vida de inmediato.
Precisamente este sábado 21 de septiembre, ya mi hermano
cumplió injustamente 16 años de su asesinato, un crimen que nunca debió llegar
y del que por fortuna mi ascendiente salió ilesa.
Un atentado, que pesé a existir todas las pruebas, la
justicia se ha negado (…y se negó) a esclarecer los hechos y a capturar a sus
autores tanto materiales como intelectuales. Nosotros, como familia colombiana,
no solo fuimos víctimas del narcoterrorismo, también del estado a través de la
impunidad.
La irreparable muerte de Javier, solo sirvió para que
engrose el número de personas a los que la parca les llega sin que los jueces
de la República arrojen el más mínimo resultado.
Hoy, las amenazas se han extendido a todo un país que
vemos en la justicia un aliado pero no precisamente de quienes padecemos las
amenazas, sino, de los verdugos que han encontrado amparo en la justicia.
*Asesor
y consultor
@Grajalesluise